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Primera confesión de un no chileno

Veo con relativa preocupación que todos los que acá escriben son chilenos. Y lo digo así, arriesgándome a que de entrada me bloqueen y me dejen de leer y me llamen fascista y esas cosas, sencillamente porque acá en México las cosas son distintas. Tan distintas, que por lo menos dos personas que conozco (mexicanos) han tenido el impulso de invadir Chile. La lejanía territorial, los Andes, la franca discapacidad de organización que tenemos los mexicanos (para otra cosa que no sea despotricar contra los políticos o contra la selección de fútbol), la hermandad que sentimos por los chilenos, y el hecho de que sólo han sido unas cinco personas las que no han acabado de entender el asunto del ají, lo han impedido.

Habrá que ir por partes. Hace unos tres años conocí a un chileno (pero de Santiago) llamado Ignacio. Nacho, pues. Era alto y economista, contrario a mí, que soy breve y escritor de ficciones. Lo que quiero decir es que no hacía falta ser Cervantes para entender que éste era un juego Quijote-Sancho, en donde, por otra parte, los mercados de fantasías estaban tan divididos (según se les viera desde Keynes o desde Paz), que lo verdaderamente difícil era decidir quién era cuál: por una parte, él quijoteaba con la idea del libre mercado, y yo, un poco más tonto, con la idea de una América Latina unida. En fin. Desde que no pudimos decidir quién iba a decir eso del lugar-de-la-Mancha-del-que-no-me-quiero-acordar, dejamos bien claro que esa odisea por Berlín sería más bien del tipo amistad culposa.

El asunto es que andábamos por Berlín, aunque cada quién por su lado. Yo viajaba solo, él viajaba solo, y una noche, gracias a unas suecas guapísimas, tuvimos la (él mala, yo buena) suerte de conocernos y viajar juntos por un rato. No diré más: la cosa es que Nacho terminó salvándome de una terrible ceguera luego de que me robaran las gafas (que me protegen de las siete dioptrías de astigmatismo que padezco) en el hostal. Me llevó a una óptica, a la cual yo sólo hubiera llegado a tientas. Días después de ello, nos separamos en un tren.

Durante la semana que viajamos juntos, tuvimos una controversia que, después lo sabría yo, no nos era exclusiva. Resulta que me fui enterando por Nacho que allá en Chile llaman “ají” a lo que nosotros conocemos como “chile”, con todo y minúscula. Así visto, puede parecer una discusión de borrachos (lo cual, ciertamente, era), pero no hay que dejarse engañar. Sucede que el chile es algo así como el Condimento Nacional Mexicano™. No se puede pensar en nuestro estilo de vida sin pensar en el chile. O sea: si ustedes piensan en charros, por ejemplo, seguramente pensarán en tequila. Lo que no saben es que el tequila siempre (siempre) es acompañado por una cosa que se llama chile serrano. El chile pica: con él se hacen salsas de todo tipo, y la dieta del mexicano promedio depende en enorme medida de que lo que come pique, y pique bien (no con curry o jengibre, no: con chile chipotle, jalapeño, de árbol, pasilla, et al). Si los mexicanos somos gordos (casi todos) es porque las cosas más ricas (las que llevan chile) también son muy grasosas y están compuestas de masa compacta. Como los tacos, las tortas, los tlacoyos, las gorditas, los tamales, que sin chile no son nada más que un aburrido pedazo de harina de maíz frita. Yo estoy convencido de que si algún mexicano más o menos inteligente inventara un platillo dietético a base de chile, todos en la tierra azteca tendríamos cuerpos que ni los modelos de Calvin Klein.

Más allá de la gastronomía, el chile como término fundamental de nuestra lengua (la mexicana, pues) es eso: fundamental. Porque acá tenemos una cosa que se llama Albur® - que no es otra cosa que encontrarle doble sentido a las cosas, generalmente con connotaciones sexuales – que perdería algo así como el 50% de su gracia si se eliminara de nuestro vocabulario el chile, así, con minúscula. La entera cultura mexicana se vendrá abajo si un buen día alguien decidiera que Chile es sólo el país y debe escribirse con mayúscula, y que ahora el ají. Lo cual es siempre improbable; pero, aunque al revés, pasó.

Cuando regresé de aquel viaje, conté entre risas la discusión que había tenido con Nacho. “- … entonces él decía: ‘no, huevón, pero, ¿cómo vai a pensar que el ají se llama chile?’”. Yo esperaba encontrar risas entre mis mexicanos contertulios, pero no: contrario a ello, varios dijeron haber conocido chilenos con la misma idea más bien fundamentalista: que el ají era ají y el chile sólo Chile y punto. Uno de mis amigos, al que de cariño le decimos el Mofles, quiso empezar una invasión a la Pancho Villa. Tuvo un par de seguidores que se dejaron llevar por la idea de que había un chileno malévolo planeando cambios estructurales en el diccionario de la Real Academia. “¿Y qué hacemos nosotros sin nuestro chile, wey? No mames… el chile lo inventamos nosotros y nosotros decidimos cómo chingados se llama. Faltaba más…”. Hubo un par de radicales que, en una de las juntas de la Insurrección del Chile (por ejemplo, éste fue un albur, ¿ven?) propusieron la otra: que Chile dejara de llamarse Chile y se llamara Ají. República del Ají. Era impensable: sin embargo, casi logran el éxito cuando un secretario de educación, descubierto en un fraude, propuso hacer ese cambio en los libros de texto escolares para distraer la atención. Afortunadamente, el funcionario sólo se escapó con sus millones de pesos robados, y todos conservamos tranquilamente nuestros mapas de América Latina. La Insurrección del Chile fracasó, y todos seguimos buscando los de Los Tres en la misma letra de la tienda de discos.

Si preguntan mi postura, tendré que decir que está dividida. Por un lado, entiendo que Chile se llama Chile y así es y está muy bien. Por otro, entiendo que mis chistes serían todavía más aburridos si tuviera que prescindir de la palabra chile. Un maestro de la universidad decidió que en realidad el conflicto no tiene bases: lo que pasa es que son juegos idiomáticos. Ah, oquei. Entonces todos contentos, y chilenos y mexicanos podemos seguir siendo amigos, nosotros comiendo chile y ustedes viviendo en Chile, y yo puedo, si me lo permiten después de la confesión, seguir escribiendo acá.

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