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“Sí se puede”, grita el monstruo de 20 millones

Yo soy parte de una generación que en México creció básicamente con una nana que se encargaba de todo y que fue consecuencia de todo lo demás: la crisis del 82. Esta nana en realidad es la heredera de otras resacas y otras nodrizas no menos apasionadas, como la idea de la sustitución de importaciones de los treintas y la otra crisis, la del 75. Finalmente, todas vinieron de la misma escuela: la Revolución Mexicana. Explicar como es esto sería muy aburrido, e implicaría contar historias de terror (como la del PRI, nuestra mexicanísima y disfrazadísima dictadura de 70 años) que todos, desde acá hasta allá, conocemos de memoria. Por eso prefiero contarles de mi ciudad-que-es-chinampa: la Ciudad de México. Su historia es un resumen re complejo de todo esto, y, seguramente, una historia que hoy se cuenta todos los días y que es mucho más divertida.

Pero habrá que ir por partes. Entiendo que muchos de los que ahora leen viven en lo que al resto del mundo nos parece un paraíso: la Patagonia. Los de otros lados, pensamos en la Patagonia como un lugar envidiable, con playas hermosas a pocos kilómetros de la Antártida, con clima extremoso que les permite vivir veranos como se deben e inviernos con chimeneas, con animales de fábula y una tranquilidad que sería imposible si no se estuviera en la orilla más afortunada del mundo. Si nos equivocamos o no, es otro asunto, y tendrán que disculparme porque todavía no he tenido el honor de cruzar al otro lado del ecuador. Lo cierto es que ustedes conservan la cordura en lo que se refiere al espacio vital por habitante. Según teorías sociobiológicas, los niveles de agresividad en el ser humano son inversamente proporcionales al espacio que le rodea. Por eso la gente que camina por el campo siempre está feliz, y por eso todos odiamos los aeropuertos con su carga inhumana de personas tratando de llegar a cualquier lado. Bien. Imaginen pues lo que es vivir en una ciudad que mide poco menos de 30 kilómetros de cabo a rabo, con otros 20 millones de habitantes. Sí: veinte-millones. Bueno, 23, según el último censo. Por si a alguien le cuesta trabajo imaginarlo, tendría que contarles lo que es tener que calcular por lo menos una hora para ir de la casa al trabajo por la mañana, y calcular poco menos de dos para volver por la tarde, con la carga vehicular más ridícula que hayan visto. O lo que es viajar en metro a las tres de la tarde, acompañado por cientos (sí, cientos) de vendedores ambulantes de toda clase de productos legales e ilegales. O lo que es viajar por muchos mundos en un solo día, lo que es estar entre toda clase de culturas, extranjeras o no, lo que es sentir la peor de las frustraciones cuando se escucha por la radio que hoy por la tarde habrá una marcha de maestros reclamando aumento de sueldo (eso, acá en la Ciudad de los Palacios, implica una ecuación muy compleja que se resume en dos horas más de tráfico, el peligro de ser abordado por un profe de matemáticas con machete, y una histeria colectiva que se refleja en malas caras de gratis). La Ciudad de México, pues, es el lugar más laberíntico sobre la faz de la tierra, estoy seguro. Tanto por ser en realidad un cúmulo de pueblos devorados por la vorágine, como por ser el terruño de sueños repartidos de formas iguales por la inmensa gama de la diferencia.

Es una vorágine. A riesgo de que piensen que es horrible, les corrijo: vivir acá es divertido, apasionante y más bien adictivo. Volvamos al principio del post. Decía que esta ciudad es el más fiel reflejo de una historia llena de altibajos, y, así de entrada, la fotografía de una crisis en constante acecho. Digámoslo así: en mi ciudad vive el tercer hombre más rico del mundo, y es vecino de algunos de los barrios más pobres del país. El Castillo de Chapultepec (que, por otra parte, es la herencia de un México embebido en sueños de europeización que no acaban de emanciparse) se encuentra a menos de dos kilómetros de Santa Fe, uno de los barrios más pobres, que por azares de una estrategia económica que yo no acabo de entender, es también un barrio que está siendo comprado a pedazos por grandes empresarios e inversionistas de bienes raíces de lujo. La razón, quizá, es que tiene una de las mejores vistas de la ciudad. Porque esa es otra: mientras que en casi todas las ciudades grandes del mundo el centro es la zona más cotizada, en México el centro es una zona invadida por todas las épocas del país. Junto al Templo Mayor Azteca, está la Catedral, rodeada de desempleados que ofrecen trabajos como plomería y carpintería, un par de McDonalds, y puestos de venta de CD’s piratas. Debe ser que mi ciudad tiene la forma de una olla: todo se concentra, desde los altos índices de contaminación, hasta la población de un país que no encuentra empleo, hasta los Poderes de la Unión y los edificios corporativos de muchas de las grandes empresas mexicanas y extranjeras. Esto de estar rodeado de volcanes tiene sus ventajas, pero también el efecto de la fuerza centrípeta, que lo lleva todo al centro. La gente de dinero se va a las orillas, donde pueden observarnos a todos haciendo corajes por el tráfico y el precio de la leche.

Lo cierto es que la Ciudad de México es el producto de constantes migraciones, lo cual ha dejado el testimonio de una enorme variedad. Barrios como la Condesa y Polanco están construidos a la francesa, con bares, cafés y edificios residenciales que se confundirían con Madrid. Coyoacán y San Ángel conservan un pasado colonial y empedrado. El Centro Histórico es un poco de todo, y otros barrios como la Colonia del Valle o la Narvarte albergan a la poca clase media que nos queda, con sus edificios, sus perros y sus ocasionales cines. Pero también existe el otro lado: Azcapotzalco, Iztapalapa, Ecatepec, Ciudad Neza: pequeñas ciudades dentro de la ciudad que tienen una forma de vida totalmente desconocida para quienes vivimos entre la clase media. Fabelas: la ciudad de México está hecha de fabelas (¿feudos?) de todo tipo. El reto está en atreverse a conocerla por completo, cosa que, me confieso, no he realizado en 24 años. La Ciudad de México es la que tiene más museos en el mundo; pero estoy seguro de que si tomaran en cuenta que cada barrio es un pequeño museo, ni todos los museos del mundo juntos se acercarían en número y variedad.

La crisis se refleja en esta variedad. México es un país centralizado en casi todos los aspectos (una excepción es el tequila, que es de Jalisco), y ello es gracias a que toda la gente viene a mi ciudad en busca de oportunidades. Lo triste es que también somos el reflejo de una enorme desigualdad, de carencias (como el agua, que día a día falta más) y de intolerancia. Por ejemplo: en un par de semanas hay elecciones presidenciales en mi país. La sociedad mexicana entera está polarizada entre una derecha ultra conservadora (pero segura, dicen) y una izquierda violenta (pero progresista, dicen). La Ciudad de México es escenario de constantes muertas de intolerancia entre ambas facciones: la pugna entre el inversionista que teme perder su empresa, y el campesino que teme no encontrar trabajo.

Y es ahí donde mi generación es hija de una crisis que tiene el cuerpo de una ciudad. Tanto en los conflictos ideológicos, políticos, y hasta morales (¿está bien ayudar al pobre que pide limosna en las esquinas, aún a sabiendas de que ello puede orillarme a perder mi empresa, aún a sabiendas de que ésta es la ciudad más insegura del país, aún a sabiendas de que entre 23 millones alguien tiene que perder?), como en un dejo de insatisfacción constante, búsqueda constante, definición constante de identidad. Quienes viven en otros estados nos llaman chilangos (y no nos quieren mucho). Pero nosotros somos más: somos una generación que todos los días lidia entre el indígena ultrajado y el empresario pedante. Estamos locos, y nuestra forma de conducir lo demuestra. Pero no es casualidad que en esta ciudad de haya inventado una porra que gritamos hasta en el mundial: “sí se puede”. La Ciudad de México, con todo y sus diferencias abismales, con todo y sus obras públicas cuestionables, con todo y sus 23 millones, sigue creyendo que de que se puede, se puede.

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