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Elecciones en México: cuando el karma nos alcance

Han sido dos meses especialmente veraniegos en México. No sólo por la onda de calor que invade el norte del país, ni por los tres huracanes que han golpeado las costas mexicanas, provocando diluvios, atascaderos y un montón de incomodidades que dejan en claro la ineficiencia de muchos servicios civiles. Además de la onda climática (que cada año es peor), hay otra onda que nos ha hecho pensar que las cosas, en mi país, van a cambiar mucho en los próximos meses. El verano electoral, tanto por su tiempo como por su clima, ha dejado un país que se cuestiona como nunca hasta dónde pueden llegar las paradojas.

El preámbulo: el 2 de julio de este año se celebraron elecciones presidenciales, que dieron como resultado unos números bastante apretados entre el candidato del PAN, partido de derecha, Felipe Calderón (enjundiosamente abreviado FeCal), y el candidato del PRD, partido de izquierda, Andrés Manuel López Obrador (AMLO). Y cuando digo apretados, me refiero a una diferencia porcentual de menos del 0.5%, a favor de FeCal. Tan cerrada fue la contienda, que el IFE, institución encargada de organizar y regular el proceso electoral, fue incapaz de dar resultados, siquiera preeliminares, antes del 6 de julio. Evidentemente, cuando los resultados oficiales del IFE, emitidos a principios de agosto, se dieron a conocer, las protestas de ambos lados no se hicieron esperar: por un lado, el equipo de FeCal argumentaba que el conteo se había realizado a cabalidad por la institución pertinente; por otro, AMLO reclamaba fraude electoral. De tal suerte que éste último, apelando a un derecho que sí está contemplado por el IFE, pidió recuento de votos en cerca del 10% de las casillas electorales del país. En TRIFE (tribunal electoral) procedió a hacerlo, de manera legal, de forma que los resultados oficiales (oficialísimos, con todo y recuento) se tendrían el 6 de septiembre.

Hasta ahí todo iba bien, y el proceso, lejos de atascar las elecciones, servía para aclarar a toda la nación de qué se trataba esto de una democracia bien llevada. Sencillo: si alguien tenía problema o estaba en desacuerdo con los resultados, procedería un recuento idéntico al que ya se estaba llevando a cabo. El problema es que ninguno de los dos candidatos en disputa se ha distinguido en la campaña por ser calmado. Así que la contienda electoral, de algún modo, se continuó. Por un lado, FeCal se declaró casi inmediatamente como presidente electo (sin esperar la resolución del IFE), e incluso comenzó el trabajo de transición con el actual presidente, también del PAN, Vicente Fox. Por otro lado, AMLO fue un poco más audaz o más teatral. Ya desde el resultado nada claro del 2 de julio, había llamado a sus seguidores a una “resistencia civil pacífica”, por cierto, en un discurso más parecido al de “Citizen Kane” que al de un candidato de carne y hueso en pleno siglo XXI. Igual que ustedes, pocos acá entendimos a qué se refería exactamente cuando decía “resistencia civil pacífica”, pero en poco tiempo nos lo aclararon. Al principio, se trataba de simples consignas escritas (con muy mala ortografía) en muros, papeletas y pegatinas de parachoque. The real thing, sin embargo, eso a lo que AMLO se refería con “resistencia civil pacífica”, llegó a cabalidad el 1 de agosto. Ese día, así, sin aviso, los seguidores de AMLO se instalaron en el Paseo de la Reforma de la Ciudad de México, la segunda avenida más importante del país. Instalaron 47 campamentos (uno por cada Estado, y uno por cada Delegación del DF) con carpas, pancartas y, por supuesto, un montón de gente. De tal suerte que la ciudad, o cuando menos el centro financiero y comercial de la ciudad, quedó paralizada. Digamos que la zona hotelera del país está sobre Reforma; la Bolsa mexicana de Valores, está sobre Reforma; los periódicos más importantes del país tienen sus oficinas sobre Reforma. Algunos establecimientos, como restaurantes y hoteles, disminuyeron su actividad en más de un 80%, lo cual provocó despidos al por mayor en la industria de servicios. La resistencia (la mega manifestación) duraría hasta que el IFE diera un resultado que favoreciera a AMLO, o hasta nuevo aviso. Fue en esta parte donde la prensa internacional comenzó a hablar de crisis política en México, lo cual también provocó una disminución en la actividad turística en todo el país. Me imagino que escuchar que la capital mexicana está tomada debe ser suficiente para pensar en un movimiento armado. Yo creo que poco faltó o falta.

Aquí cabe aclarar varias cosas que están alrededor del plantón de AMLO, a saber:

1. El PRD, partido de AMLO, nunca se ha distinguido por ser demasiado político. En primera instancia, es un partido directamente emanado del PRI, que conserva prácticas populistas de las peores. A pesar de que se definen como un partido de izquierda, en realidad son meramente populistas, y, en buena medida, dependen de dos factores para el éxito que hasta hoy han tenido: la ignorancia y la profunda necesidad de cambio social.

2. La pugna entre PAN y PRD es clara evidencia de un país polarizado. Casi todos los seguidores del PRD (a excepción de algunos intelectuales o políticos de rancia cepa) pertenecen a las clases más pobres: campesinos, indígenas, obreros mal pagados, etc. Explicar las connotaciones culturales y sociales que eso conlleva me llevaría muchas páginas. Podemos dejarlo en que estas clases han sido vapuleadas por la historia, despreciadas por las otras clases, y, sí, son muy muy pobres. Factores como los medios (concretamente las telenovelas), la Iglesia (“los pobres llegan primero al cielo”) y la propia historia han desencadenado todo un proceso de polarización cultural, que ha desembocado en dos factores: estas clases bajas SABEN que están muy jodidas, pero también SABEN que tarde o temprano llegará un cambio inmediato que les dé riqueza y que ejerza una justicia social, entendida ésta como “la caída de los ricos”. Todo esto, para bien o para mal: lo cierto es que, de ese lado, el odio hacia las clases medias y altas es cada vez mayor, máxime cuando el actual gobierno, de derecha y claramente orientado hacia la consolidación de éstas dos últimas clases, le ha fallado a las clases bajas en una promesa que le dio el poder: el cambio (whatever that means). Por otra parte, los seguidores del PAN son de dos: o empresarios casados con el poder, o clases medias con ganas de subir a altas. Hay una buena dosis de desprecio hacia las clases más bajas (por factores culturales que se consideran inferiores, o, como se les dice acá, “nacos”) y un claro miedo de que la promesa de AMLO, la justicia social, se cumpla para mal, lo cual significaría la pérdida de bienes y la confrontación de diez millones de mexicanos (del lado de los altos) contra 90 millones de mexicanos (del lado bajo).

3. Los gobiernos tampoco ayudan mucho. El federal (a cargo del PAN) apoyó descaradamente a FeCal en todo el proceso, llegando a extremos que rayaron en el cinismo: el Presidente dando discursos “a favor de la institucionalidad del IFE” (por no decir que “a favor de la victoria de FeCal”). Por otro lado, el gobierno de la Ciudad de México (en manos del PRD), se deslindaba de responsabilidades por el plantón, argumentando que “los ciudadanos tienen libre derecho a manifestarse” (dejando de lado las implicaciones aledañas, como la ya mencionada pérdida de empleos y la mala fama hacia el contexto internacional).

4. Al factor plantón se agregaron otros en el contexto nacional. En Oaxaca hay un enfrentamiento claro entre el gobierno estatal y el sindicato de maestros, que ya ha llegado al punto de las armas. En Michoacán está operando una suerte de secta satánica que decapita gente. En Chiapas hubo también conflicto electoral, sumado al ya emblemático EZLN. Esto sin mencionar los huracanes, el calor, y los chismes políticos que relacionan cada vez más a gobernadores y otros servidores con pornografía infantil, narcotráfico y otros finísimos oficios.

En este escenario, no es difícil imaginar las pasiones encendidas: automovilistas atorados en el tráfico por más de tres o cuatro horas, gritando consignas contra los manifestantes, o manifestantes atacando autos; una nación temerosa de la pérdida de gobernabilidad (whatever that means) y/o del Estado de Derecho; gobiernos dudosos entre el respeto a las garantías individuales (i.e. la libre manifestación) y la aplicación de la fuerza del Estado (que en este contexto se hubiera leído como represión, y, entonces sí, a las armas); un desencanto por todo eso que en México identificamos con la democracia que tanto hemos perseguido. Lo que quedó claro es que nuestro sistema dejó abiertas las paradojas: ¿es más válido manifestarse “libremente”, a costa del empleo de miles de personas, o reprimir para garantizar la paz (una paz bastante forzada)? ¿Se debe respetar un proceso electoral que deja insatisfecha a buena parte de la población, o se debe hacer caso al “sentir popular” expresado en las calles? Al final: ¿cómo hacer efectiva la democracia en un país donde es falso que todos somos iguales en la diferencia?

Mientras tanto, AMLO realizaba un montón de marchas y mítines en la plancha central de la ciudad, dando discursos cada vez más excéntricos y obstinados. FeCal, calladito, se pasaba por salva-sea-la-parte la resolución todavía no tomada por el IFE (quizá conociendo de antemano el resultado), y comenzaba el trabajo de transición sin ser todavía presidente electo. Fox se tamizaba, y parecía más un vocero de FeCal que un presidente en funciones. El país hablaba, a favor o en contra de cualquiera, cada vez con menos ánimos de hablar y más ganas de pegar. El 1 de septiembre en el DF fue lo más parecido a un Apocalipsis de lo que cualquiera podría imaginar. Llovía a cántaros, gracias a los tres huracanes que golpeaban al unísono en las costas. La ciudad estaba paralizada. Los manifestantes, como nunca, hacían ruido, y se colaban con facilidad en cualquier edificio público o privado. Y ese día, justo ese día, Fox se disponía a dar su último informa presidencial. Fue imposible: diputados y senadores PRDistas tomaron el pleno del Congreso, donde Fox hablaría, impidiéndole al presidente dar su informa. Fox, con su bigote, botas, y una guardia de cien elementos, dejó el informe en la mesa del Congreso, y se fue a grabar un spot donde leyó su informe completito, desde la sala de Los Pinos. Para este día, las cosas habían llegado demasiado lejos. AMLO había declarado que, de no ser reconocido como presidente electo, desconocería el dictamen del IFE y se autoproclamaría presidente el 16 de septiembre (fecha en que se conmemora la independencia de México), ejerciendo un gobierno alternativo; ¿qué tiene?; después de todo, así lo hizo Juárez. FeCal, con mucha institucionalidad y “respetemos al IFE”, seguía actuando como presidente electo.

Por fin, luego de auténticas penurias y más de tres millones de litros de bilis derramados en el territorio nacional, el 6 de septiembre el IFE anunció su fallo, a favor de FeCal. AMLO, luego de un discurso desconcertante en el que admitió que su propuesta era un “sueño imposible”, desconoció el fallo y siguió con eso de autoproclamarse. Hasta hoy no ha levantado el paro, aunque dijo que permitirá que se haga el desfile de independencia el 16, que pasa justo por Reforma. Los disturbios en los estados siguen, cada vez con mayor intensidad. Y la gente, cada vez más inconforme, iracunda o temerosa, no parece querer aguantar mucho. Fox ha respirado aliviado, FeCal levantó el pecho: otra victoria para el PAN. En el contexto internacional, pasa lo esperado: Kofi Annan y Bush felicitan a FeCal; Chávez y los de NOAL desconocen al presidente electo de México (por cierto: la versión de “México Lindo y Querido” interpretada por Chávez le merecería la expulsión de cualquier escuela de canto acá). ¿Hubo fraude? Muy probablemente sí, pero de los dos lados. Es probable que el IFE haya decidido apoyar al PAN, pero también es probable que el PRD haya incurrido en prácticas dudosas el día de las elecciones (como acarrear ancianos a votar), de lo cual podríamos pensar que las reacciones son normales: FeCal seguro de su victoria, AMLO anonadado ante la falla de un sistema de fraude hormiga que “no podía fallar”. Nada fuera de lo normal.

Y justo eso es lo que preocupa. Entre nuestras bellas tradiciones, en México tenemos la de celebrar una guerra civil cada cien años, puntualmente el año 10 de cada siglo. En 1810 fue la Independencia; en 1910, la Revolución. Sepa Pedro Infante si el 2010 nos depara una deuda kármica, a pagarse con las arcas de la propia democracia que hemos construido sobre bases más bien ilusorias. Lo cierto es que, terminado (sic) el proceso electoral más reñido y democrático de la historia mexicana (sic), lo cierto es que nadie se queda tranquilo. Y lo peor: ahora lo que queda en duda no es la capacidad de un gobernante o la garantía de libertades y progreso equitativo; lo que queda en duda es la propia capacidad de México para construirse a sí mismo.

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